En Puerto Ordaz ayer y hoy

Vista aérea de Puerto Ordaz. Fotografía de lynx81 | Flickr

Prodavinci

 

POR Alfredo Schael


Fui a Puerto Ordaz en 1965. Llegamos por tierra al siguiente día de la temprana salida de Caracas. Viajamos por la vía de los llanos y por la carretera Negra hasta Soledad. Nos embarcarnos en la última chalana antes de caer la noche. Comenzaba agosto. Nos hospedamos en el Gran Hotel Bolívar, desde cuya terraza observé los destellos emitidos por pescadores y navegantes del Orinoco.

El trayecto, erizado de controles militares debido a las guerrillas, lo hicimos en una camioneta Land Rover de cinco puertas, estrenada en aquella gira que nos llevó a conocer el nacimiento de una Venezuela minera en la que cobraba vigor la industria del aluminio. Por esos años estaba planteado avanzar al máximo en el aprovechamiento del potencial hidroeléctrico de los ríos guayaneses, mejorar la infraestructura vial, la interconexión con la vieja San Félix y la navegación en el bajo Orinoco.

Así pues, llegamos a Puerto Ordaz por la vieja y magnífica carretera. Apenas entrar, advertimos que se hallaba en obras buena parte del trazado de sus predios urbanizables, de modo que Santo Tomé de Guayana –el nombre que la administración de Rómulo Betancourt (1959-1964) dio a la ciudad– crecía con rapidez en un inmenso terraplén del estado Bolívar. Edificios de oficinas y/o residenciales, escuelas, casas quintas, servicios públicos, todo se construía con base en estudios, planes rectores y ejecución de contratistas ceñidos a conceptos muy modernos desarrollados, esencialmente, en Estados Unidos luego de la Segunda Guerra Mundial.

Los nuevos urbanismos cambiaban la cara de Puerto Ordaz, la ciudad creada a finales de los años cuarenta por la Iron Mines y otras firmas, o por empresas ligadas a la minería asentadas –quizás con criterio de campamentos temporales– cerca de la desembocadura del río Caroní, histórico punto para penetrar la porción oriental de la rica Guayana o estado Bolívar, su denominación político-administrativa.

La Corporación Venezolana de Guayana (CVG) contaba así con su primer edificio sede. Las chimeneas de Sidor anunciaban producción continua mientras la montaña de mineral de hierro traído de El Pao o del Cerro Bolívar, arrimada al muelle de Orinoco Mining, advertía la condición de país exportador que alimentaba en Pittsburgh los grandes hornos de las acerías de la US Steel. Casi todo cuanto iba a ser –y fue– estaba por realizarse, pero buena parte se encontraba en marcha o era proyecto ya fuera de las mesas de trabajo listo para convertirlo en realidad, como el hotel frente a Cachamay con aquel caudal admirable de caídas de agua arrastradas por el Caroní.

La recepción de contingentes de profesionales y trabajadores especializados que se mudaban a Guayana –proceso que generó un asentamiento humano de múltiple procedencia– constituyó un inédito asentamiento demográfico distinto al acarreado originalmente por la industria petrolera. En Puerto Ordaz las cosas, al menos en sus primeros años, se hicieron de forma ordenada.

En aquel nuevo polo de desarrollo del país, la educación debía ser una oferta de  primerísima calidad. Por ello, varias familias convocaron al fundador y director del Colegio Santiago de León de Caracas, Rafael Vegas, para que apoyara la fijación de las bases de un proyecto educativo privado –no confesional– en Ciudad Guayana que ofreciera altos estándares de excelencia.

Con Enrique Fahner compartí el privilegio de acompañante o edecán del gran maestro Vegas. Sobre el terreno, el doctor evaluó, junto con los padres interesados, las perspectivas del proyecto educativo que reclamaban; la idea era establecer una suerte de institución que emulara al Santiago de León de Caracas.

Si bien el proyecto nunca cristaliza, la visita a la nueva ciudad y el contacto con gente en su mayoría joven nos cargó de optimismo. La creencia en la factibilidad de un país moderno con perspectivas de avanzada inserto en lo que, hasta aquel momento, se sentía como aprovechamiento eficaz de la renta petrolera vibraba en el aire. Ese prospecto de república avanzada, productiva y remuneradora, con cabida en el mundo revolucionado de aquellos tiempos –alentador en la historia de la sociedad mundial–, fue uno de los signos plenos de los primeros pasos de la era de la democracia representativa venezolana que duraría cuarenta años.

Durante el transcurso de esas cuatro décadas hubo un par de regresos importantes a Ciudad Guayana: en 1969, para el homenaje con motivo de los sesenta años del diario El Universal, y, la otra, a propósito de la puesta en funcionamiento de la primera planta de elaboración de briquetas o, lo que es lo mismo, la depuración y procesamiento del mineral de hierro bruto, arrimado hasta Puerto Ordaz por los trenes mineraleros. En ambas ocasiones se hizo notorio el auge que impulsó transformaciones del espacio urbano al ritmo del desarrollo de industrias como las del acero, el aluminio, la electricidad, el cemento, la metalmecánica, la construcción, entre otras.

En contraste, como quien escucha gritos de desespero de alguien atenazado por la desesperanza, y gracias a la tribuna abierta de Facebook, Rafael Ramón González, un ciudadano que se identifica «maniáticamente» como habitante del Puerto Ordaz presente, escribe: «Cuánto duele verla hoy prematuramente envejecida, mal bañada y peor vestida, con sus fachadas desconchadas y sus aceras reventadas por las raíces de los árboles descuidados de copas cubiertas de guatepajarito. No reconozco en las calles solitarias, locales vacíos y centros comerciales cerrados por el miedo apenas cae la tarde, a aquella ciudad noctívaga de vida bulliciosa prolongada hasta el amanecer. Sus mejores paisajes han sido invadidos por la miseria prevalida de poder demagógico. Una ciudad irrespetada en sus privilegiados espacios. No hay límite para la degradación de su destino manifiesto. El caos es su cotidianidad».

Como en ocasiones posteriores, hace cincuenta y cinco años constaté que la ciudad nueva construida a partir del viejo campamento ribereño de mineros que sabían explotar, transportar y embarcar hierro preferentemente a Estados Unidos, comenzó a crecer con formas y maneras de desarrollo y poblamiento a partir de planificaciones urbanas en paralelo con la atención de una educación de excelencia. Allí vaciaron su experiencia personalidades tan valiosas no solo como el educador Rafael Vegas, sino otros venezolanos de la talla de Rafael Alfonzo Ravard, Leopoldo Sucre Figarella, Argenis Gamboa, Efraín Carrera Salud, entre otros actores que lograron darle concreción a esos sueños de desarrollo.

Sea lo que fuere, Puerto Ordaz sigue en pie, tal vez esperando una nueva oportunidad.

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