El país de las tinieblas

EL UNIVERSAL

 

ROBERTO GIUSTI

En un país donde ya no sirven los filtros ni vale ningún aparato propagandístico para vendernos una realidad inocultable,  se insiste en convencernos, generalmente mediante decretos televisados, de que somos, o seremos, algún día, quizás dentro de mil años, quizás dentro de diez  minutos, «una potencia», según el caso y las alucinaciones del orador, en materia de energía eólica,  en la producción de equipos médicos de alta factura tecnológica, en la elaboración de derivados de la sábila, en la cosechas de yuca y ñame, en la exportación de pastillas para frenos, pero también en aquellas que apaciguan las alteraciones del sistema nervioso central.

Tales fantasías sonaban a gloria cuando el barril de petróleo estaba a cien dólares, cualquier quimera parecía posible y aun se prolongaba un efecto inercial que compensaba   los errores, las omisiones y la irresponsabilidad en la administración, mantenimiento y crecimiento (de acuerdo a la demanda) de servicios básicos como el de la energía eléctrica. Pero ahora que todo parece posible, aunque al revés y luego de 16 años de abandono total y decenas de miles de millones de dólares supuestamente invertidos en mejorar el sistema, Venezuela se ha convertido en el reino de la oscuridad.

No los voy a atosigar con cifras (que ésas quedan para los especialistas), pero si quisiera destacar una obviedad, que resulta clave, robándole un par de frases al ilustre camarada Vladimir Ilich Ulianov, el gran caudillo de la revolución rusa, quien estaba  persuadido de que  «es imposible edificar  la sociedad socialista sin restaurar  la industria y  la agricultura», o aquella según la cual «el comunismo es el poder más la electrificación  de todo el país…».

Tan claro estaba en ese objetivo que no esperó que terminara la guerra civil contra los rusos blancos para crear el denominado Plan Goelro, es decir, la Comisión  Estatal para la Electrificación de Rusia, iniciativa que implicó la contratación de cientos de ingenieros eléctricos procedentes, sobre todo de Alemania, y la creación de las «facultades obreras», en las cuales se formaban, a marchas forzadas,  los obreros calificados para emprender una tarea que parecía imposible en un pobrísimo, atrasado e inmenso país gélido que aún se alumbraba con velas. Diez años después, se había cumplido la titánica tarea que se proponía, en principio, la construcción de 30 centrales regionales, 20 plantas de energía térmica y 10 estaciones de energía hidroeléctrica.

La electrificación de Rusia permitiría el proceso de industrialización, que corre paralelo al de la colectivización de la agricultura, impuesto luego por Stalin, con deportaciones masivas y condiciones  escalofriantes para los obreros (que vivían y morían en covachas bajo temperaturas glaciales) encargados de la construcción de fábricas, muchas de las cuales estaban dirigidas a la producción de quincalla bélica antes que a la de bienes de consumo. Ese sacrificio «colectivo» permitió la derrota  de la Alemania nazi y posteriormente el desarrollo de los adelantos tecnológicos y la carrera armamentista disputada con los Estados Unidos. Todo a costa de la muerte y el sufrimiento de  decenas de millones de seres humanos.

En Venezuela, preservada hasta entonces de magnas tragedias y a partir de los años 60, se desarrolló una política de electrificación sobre la base de la construcción de embalses (energía hidroeléctrica) y de plantas termoeléctricas que propiciaron el desarrollo  en todos los órdenes y la creación de lo que han sido las empresas básicas de Guayana, cuya producción demandaba  grandes cantidades de energía eléctrica. Durante  cuatro décadas, tanto la producción, como la transmisión y la distribución de la energía eléctrica  presentaban altos niveles de confiabilidad y formaban parte de un sistema  que, a partir del año 2000, la politización, el abandono de los planes  y del mantenimiento echaron por tierra. Indetenible, el proceso de deterioro llegó a un punto en que se hizo obligatorio reducir  la producción de las empresas básicas (que ya la habían disminuido su rendimiento)  porque si trabajan al máximo de su capacidad, los apagones que afectan al país entero serían más numerosos y prolongados.

Pues bien,  Lenin fue claro al advertir que si el deber de la primera generación soviética era derribar a la burguesía  y «fomentar en las masas el odio contra ella» para destruir el antiguo régimen hasta convertirlo en «un montón de ruinas», la segunda debía sacrificarse en aras del desarrollo, la modernización y la igualdad y ya sabemos cuáles fueron los resultados definitivos 73 años después. Pues bien, aquí no conocían, no comprendieron  o no pudieron  cumplir a cabalidad con el axioma del gran hacedor del socialismo soviético y metieron en el mismo saco a «la burguesía» y a la magnífica  red eléctrica nacional. El resultado, sin embargo, no está a la vista. No lo divisamos. La oscuridad lo impide.

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